Memoria histórica: "Matanzas en el Madrid Republicano"

Libro recomendado
“MATANZAS EN EL MADRID REPUBLICANO”
Félix SCHLAYER
Ed.: Áltera, 2006.
254 páginas.
ISBN 84-89779-6

Félix Schlayer: Retlingen (Alemania) 1873, Madrid (?). Ingeniero, establecido en España desde 1895 y domiciliado en Torrelodones (Madrid), ocupa en 1936, a los 63 años de edad, el puesto de Cónsul de Noruega, país con el que había establecido, como empresario de maquinaria agrícola, intensas relaciones comerciales. Al encontrarse fuera de España el embajador de Noruega, el 18 de julio de 1936 se pone al frente de la legación de dicho país, cargo desde el cual salvó la vida de los más de mil refugiados acogidos en dicha embajada. En noviembre de 1936, descubrió y dio testimonio de la matanza, en Paracuellos de Jarama, de más de cuatro mil presos preventivos extraídos de las cárceles de Madrid. Habiendo regresado a España al finalizar la guerra, siguió viviendo en nuestro país, donde falleció en fecha desconocida, hallándose enterrado en el cementerio civil de Madrid.

Félix Schlayer: cónsul de Noruega en el Madrid dominado por la revolución, aplastado por el Terror: uno de esos hombres que, cuando la humanidad se hunde, la salvan un poco del deshonor.

Félix Schlayer: uno de esos hombres que, así, nos salvan de algún modo a todos. No sólo a los cientos que salvó físicamente del Terror —jugándose la vida, como tantos otros diplomáticos extranjeros se la jugaron también.

Félix Schlayer: el primero que contó al mundo el horror de las persecuciones, de los asesinatos masivos, de las torturas de las checas en el Madrid de la revolución.

Félix Schlayer: el primero que descubrió la matanza de Paracuellos de Jarama: unos cinco mil presos de diversas cárceles de Madrid asesinados a sangre fría en la mayor matanza colectiva de toda la guerra civil. El primero también que probó la implicación directa de Santiago Carrillo en la masacre.
Félix Schlayer: ni una maldita placa celebra su gesta en la desmemoriada España que se llena la boca de “Memoria histórica”. Su testimonio, editado en alemán en 1938 (“Un diplomático en el Madrid rojo”), ni siquiera había sido publicado –hasta la edición de Áltera- nunca en español.

En el libro el Dr. SCHLAYER nos relata su descubrimiento de las fosas de Paracuellos del Jarama (Madrid):
“Sólo me falta esclarecer las demás actuaciones asesinas... Así es que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un ‘adolescente’ de 75 años, de origen portugués que había sido hacia años secretario mío y que no tenía mucho aprecio a la vida.

Dejamos atrás el aeropuerto de Tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida en Madrid y su meseta... Al llegar yo, había en el lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza y fusiles el hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores. Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde ví a alguna distancia un corte profundo como un barranco que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi ‘señor mayor’ con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: ‘no vaya Vd. hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro’.

Ahora lo veía claro. Sonreí y dije ‘Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan’ y continué mi camino. Al borde del barranco ví a tres muchachitas sentadas que me parecieron más normales que aquellos herméticos labradores y, aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los labradores entonces me llamaron, diciendo que volvieron enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi ‘guardia de honor’ que pude aún alcanzar a solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el Domingo pasado a toda la gente que mataron aquí? A lo que una pequeña de unos doce años señaló enseguida hacia abajo, al barranco: ‘Ahí abajo en el barranco’. Mientras que la otra de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió rápidamente: ‘pero eran muy pocos, como unos cuarenta sólo’, entonces dije yo ‘¡Vaya! ¡pues autobuses había unos cuantos!, a lo que ella replicó, manteniéndose en lo dicho: ‘No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos, añadió, para restablecer el orden, como estaba mandado! Entretanto las llamadas de los hombres se hacían tan terminantes, que ellas se alejaron corriendo de allí.

La situación se estaba poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.

Íbamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entable amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo 5 o 6 kilómetros de donde se produjeron.

Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio, que nos proporcionaran nuevas posibilidades de información. Tuve suerte: cuando, ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, me encontré, en el puente del Jarama, con un joven de unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus dos mulas, en dirección al pueblo. Lo paré y le pregunté, con aire inocente, donde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: ‘Más allá, al otro lado, bajo los ‘cuatro pinos’. Pero no fue el domingo ¡era sábado!’. Hice que me señalase cuales eran los ‘cuatro pinos’, entre los pinos que se veían y aún le pregunté: ‘Y, ¿cuántos vendrían a ser?, ‘Muchos me contestó, a lo que añadí ¿Cómo seiscientos?’ ‘¡Más!’ Me dijo él ‘¡todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!’.

Dí media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la vera del río. Quería detenerme en los ‘Cuatro Pinos’ pero no pude, porque allí había tres tíos, con fusiles, haciendo de centinelas. Por ello mandé conducir despacio a todo lo largo y ví claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla del río, de unos 200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera y no en el mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al río y en dirección al barranco y a las zanjas se habían cavado con anticipación precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente, como al día siguiente de Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí da nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora, en la mano un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto”. En otro pasaje del libro, el Dr. SCHLAYER cuenta como durante una conversación con Dolores IBARRURI, “La Pasionaria”, le preguntó cómo iba a ser posible que, tras una guerra fraticida como la nuestra sería posible la reconciliación entre los dos bandos –las dos Españas- enfrentadas, a lo que ésta le vino a contestar diciendo, que no era posible tal reconciliación y que la Guerra Civil sólo acabaría “cuando uno de los bandos exterminase totalmente al otro”. Sobran comentarios.

No hay comentarios: