La primera reforma constitucional que debe afrontarse no es la del sexo de los monarcas o la de la composición del Senado, sino una más inaplazable: instaurar la cadena perpetua para los asesinos capaces de reincidir.
Usted seguramente vio por televisión al etarra Javier Bilbao Goicoetxea (pincha aquí para ver el vídeo) apuntar con el dedo a un juez gritándole que en cuando salga libre le pegará siete tiros, siete, le arrancará la piel a tiras, y que él y muchos nacionalistas seguirán matando hasta que el País Vasco sea independiente. Asesinos múltiples como Txapote, De Juana Chaos o Henry Parot anuncian desde las prisiones que reincidirán. Después de pasar varios años en prisión por atentados anteriores, el propio Bilbao Goicoetxea alcanzó la libertad y mató nuevamente.
Las democracias sin complejos de culpabilidad por su pasado mantienen la cadena perpetua para asesinos así. Aquí, los constituyentes, exfranquistas y la izquierda buenista, decidieron en el artículo 25-2 de la Constitución que: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Con ello se consiguió que tales penas no fueran castigos perennes, sino una vuelta temporal a un internado semiescolar para adquirir buenos modales. Pero hay groseros incorregibles, que se sienten importantes asesinando reiteradamente. La Constitución renunció a ejecutarlos, como hacen sin inmutarse en algunas democracias, al proclamar en su artículo 15 que: “Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”.
Pues bien: que retiren de la Constitución la pena de muerte para los militares, pero que se permita instaurar la cadena perpetua como en las democracias europeas más humanistas y desacomplejadas.
Esa es la primera reforma que necesita la Constitución, mucho más importante que definir el sexo de los ángeles custodios.
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