La libertad en regresión (Julián Marías en 1984)

HACE falta estar ciego para no ver la progresiva y rápida disminución de la libertad en España desde hace año y medio; desde 1981 había experimentado lo que podríamos llamar un principio de entumecimiento: había menos vivacidad, menos alegría, menos espontaneidad personal y social, un sentido más débil de empresa, de camino abierto hacia el futuro; la libertad era todavía respetada, pero no incitada o estimulada.

Desde las últimas elecciones la cosa ha cambiado, y muy de prisa. Conste, desde el primer momento, que esas elecciones fueron perfectamente limpias y legítimas, irreprochables desde el punto de vista democrático. Esto es esencial, pero no basta. Siempre he creído que si la democracia no está inspirada por el liberalismo, por la llamada a la libertad, por su constante estímulo, pierde su justificación y acaba por convertirse en un mecanismo -más poderoso que otros- de opresión. La justificación inicial del Poder -su origen impecablemente democrático- tranquiliza respecto a la forma de su ejercicio; y entonces se convierte en prepotencia, esa combinación de alarde del Poder y abuso de él.

Abuso legal -se dirá-. Sí, y en cierto modo eso es lo más grave: que la legalidad pueda amparar el abuso. La tendencia al intervencionismo del Estado es un rasgo que caracteriza la historia de Europa desde el final del antiguo régimen, desde la Revolución Francesa; cuando el liberalismo lo ha templado, ha permitido el admirable desarrollo de los países europeos y a la vez el incremento de la libertad; cuando el impulso liberal ha decaído o ha sido combatido con éxito, grandes porciones de Europa han entrado en diversas formas de servidumbre y se ha atenuado o extinguido en ellas el espíritu creador, la iniciativa personal y social, la capacidad de invención. Dos guerras mundiales han sido el atroz precio que ha habido que pagar por ello, y la perpetuación del espíritu antiliberal en media Europa y gran parte del mundo es la causa de que propiamente no haya paz.

En España, el Gobierno tiene pleno derecho a gobernar, y hasta a no hacerlo demasiado bien. Pero una cosa es gobernar y otra acometer apresuradamente la transformación de la sociedad española en todos sus campos. Apenas hay zona o porción de ella en que el poder público no haya intervenido: la economía, la educación, la justicia, la condición de los funcionarios, la industria, la información, la vida privada. Y dentro de cada campo, en el detalle de las ocupaciones, en las instituciones privadas, en el ámbito de las posibilidades de cada organización social o de los individuos. Esto ha producido una retracción de la libertad que afecta a la inmensa mayoría de los españoles. Nos sentimos, por lo pronto, observados -lo que no es poca limitación de la libertad-; el Estado (y en la práctica esto quiere decir no un nombre excelso, sino sus servicios particulares y las personas que están a su cargo) pretende saber cada vez más cosas de nosotros. Mientras se nos dice que faltan innumerables jueces, y hay que convertir en tales a los que no pueden o no quieren hacer una oposición, se nos anuncia que se va a jubilar a los que tienen entre 65 y 70 años (edad que quizá no sea muy buena para torear o hacer montañismo, pero parece inmejorable para juzgar). La educación va a estar cada vez más controlada y más lejos de la iniciativa social; la Universidad está viendo comprometida su autonomía no sólo administrativa, sino sobre todo intelectual.

Da la impresión de que se quiere aprovechar un tiempo limitado para dejar la sociedad española transformada, quizá de manera irreversible; para llevarla adonde acaso no quiera ir. Pero al mismo tiempo, mezclada con cierta desconfianza, se percibe una voluntad de continuar, un mal disimulado deseo de que sea «para siempre», que me recuerda demasiado la actitud que se dibujó en 1939.

Esto puede parecer excesivo; pero si se repara en la manera oficial de referirse al pasado inmediato, a la fase inicial y creadora del Reino de España, en que se operó la inmensa transformación del Estado mediante un consenso -tal vez excesivo-, en libertad y contando con todos, esa impresión se refuerza de un modo inquietante. Hay una equívoca propensión a asimilar ese periodo con los cuarenta años que lo precedieron, con el largo tiempo que en un quinquenio se transformó sin violencia ni heridas. Se quiere insinuar que en octubre de 1982 se operó no un cambio de Gobierno, sino un cambio de régimen. Y esto es una peligrosa falsedad. Se está produciendo algo que no existía en absoluto, y que me inquieta profundamente: la exasperación. Innumerables españoles, de todos los estratos sociales, de todas las ideologías, se sienten incómodos, vigilados, manipulados, hostigados. Cuando quieren proyectar algo se encuentran con que el Poder ha intervenido ya -o va a intervenir- para limitar sus posibilidades o para orientarlas en cierta dirección determinada. Esa dilatación de los pulmones que suele llamarse libertad resulta más difícil. Cuando se mira el periódico se encuentra en él cada día una nueva regulación, una restricción, un cambio, por lo general no deseado, en todo caso no consultado.

La mayor parte de la información encubre esto, y es parte de esa orientación: respecto del pasado, respecto del valor de los cambios propuestos, acerca de las posibilidades del futuro. Hay muchos españoles que se dan cuenta de todo esto; pero son más los que tienen pocos recursos para superar la manipulación informativa: tienen una vaga impresión de estar siendo utilizados, llevados no se sabe bien adónde; sienten un indeciso malestar; pero tardan en enterarse, en saber a qué atenerse.

Pero al fin se enteran; pueden tardar dos años, acaso tres, pero la perplejidad no es ilimitada. Richelieu se preguntaba «si se debe dejar que el pueblo viva a su gusto»; el pueblo acaba por advertirlo, quizá con irritación. Cuando en un país hay que realizar ciertas operaciones -por ejemplo económicas- urgentes, indispensables, penosas, hay que cumplir tres condiciones. La primera, explicarlas, justificarlas, conseguir la aceptación de la inmensa mayoría. La segunda, no ir al mismo tiempo en sentido contrario: por ejemplo, no sumar a la austeridad de unos el despilfarro de otros, no intenta convertir al país en una minoría de trabajadores y una mayoría de parásitos. La tercera, la más importante, no provocar fricciones que hagan imposible el asentimiento; no hostigar, una tras otra, a las fracciones del cuerpo social para convertirlo en otra cosa, en lugar de dejarlo inventar, proyectar, realizar con holgura y espontaneidad las transformaciones que broten de su fondo creador y fecundo.

Me parece un deber -ya urgente- advertir estos riesgos, antes de que se consume lo que no se ha producido por fortuna, pero algunos de cuyos síntomas me parecen inconfundibles, y que se van a acentuar si no se vuelve a inyectar la libertad en el mecanismo de la democracia: la ruptura de la concordia.

No hay comentarios: