Por Fernando García de Cortázar en ABC.
[...] Ese rencor hacia una historia que se desea anular fue el que llevó a George Orwell a emprender su particular lucha por defender la objetividad histórica. Los días del fascismo estaban en su apogeo y Orwell no lo duda ni un segundo. Si viaja a España como miliciano es para luchar «contra el fascismo». Si se le pregunta por qué, contesta que «por simple decencia». Pero tras la persecución que como miembro del POUM sufre en Barcelona [las organizaciones fundadoras del POUM eran facciones discrepantes del Partido Comunista de España y de la Internacional Comunista (Komintern). Su heterodoxia dentro del comunismo les hizo quedar marginados y enemistados con una Komintern disciplinada a la dirigencia de la URSS.] vuelve a Londres con la convicción de que la contienda española es un fraude. Orwell sabe bien lo que dice. Es uno de los rarísimos intelectuales comprometidos del siglo XX que es capaz de ver y que coloca la realidad por encima del idealismo y la militancia. Siguiéndole escuchamos los pistoletazos de una sindical contra otra y descubrimos parte del papel desempeñado por el Partido Comunista que, tras la máscara de la autoridad pública y el orden republicano, efectúa la conquista del poder y la confiscación de la libertad. En las sangrientas jornadas barcelonesas de mayo de 1937, toda la represión que liquida a los revolucionarios del POUM y apaga el entusiasmo anarquista llevaría el inconfundible sello comunista: acusaciones, falsificación de testimonios, confesiones obtenidas por tortura, asesinatos...
Tras su experiencia en las tierras rojas de la España de la guerra civil, Orwell llegó a la conclusión de que si se abandona la idea de que la historia puede y debe ser escrita con veracidad se da paso a un mundo de pesadilla en el que cualquier dictador puede controlar el futuro y el pasado. «Si el líder dice de tal evento esto no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva —escribía en 1941— me preocupa mucho más que las bombas».
Época extraña la que vivimos en España. Época de doble moral y doble palabra, en la que se manipula el pasado y se nos hurta el presente, en la que el gobierno se reviste de buenismo zapateril y apela a la mal llamada memoria histórica para chapotear en el maniqueísmo de considerar intrínsecamente buenos a los que perdieron las guerras de su tiempo o fueron víctimas del poder. La derrota, parece, estimula más la conciencia reivindicativa que la victoria. El perdedor tiene una capacidad de seducción y de alumbramiento de mitos que no tiene el ganador. De Companys interesa mucho más que su responsabilidad golpista en el pronunciamiento confederal del gobierno autónomo catalán de 1934 su ejecución años más tarde por los franquistas. El mito del andalucista Blas de Infante, más que en sus escritos y en sus descabellados ensueños de restaurar Al Andalus en pleno siglo XX, se funda en su terrible asesinato. Más que Antonio Machado, el poeta de los campos de Castilla, a algún exaltado le interesa el intelectual al servicio de la República. [...]
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