[...] Se trataba de ofrecer, desde el Gobierno del PSOE, a los nacionalistas las más altas cotas de soberanía a cambio de su apoyo a la estabilidad del Gobierno, mediante una profunda reforma de los estatutos de las llamadas nacionalidades históricas —Cataluña, País Vasco y Galicia—, al tiempo que se negociaba con ETA su aterrizaje en este nuevo marco político y el final de su violencia, tras incluir en la pretendida reforma del Estatuto vasco tres concesiones políticas a la banda terrorista: el derecho a decidir el futuro de los vascos, la unificación de Navarra y del País Vasco, y el reconocimiento de la nación vasca, lo que se aprobó en la reuniones secretas de Loyola con ETA y PNV. Además, el Gobierno de Zapatero se comprometía a sacar de la cárcel a los presos etarras y a pagarles durante unos años un buen sueldo (1.500 euros al mes) para su reinserción social.
El modelo confederal autonómico facilitaba el aterrizaje de ETA en la vía política, y el Estatuto catalán se convertía en el ensayo general, el «Estatuto piloto», a imitar e incluso a superar luego por los gallegos y los vascos, respectivamente. Con todo ello, el presidente daba pruebas inequívocas de su audacia —o temeridad—, llegando incluso a burlar la Constitución por la vía de leyes orgánica que permitían colar los nuevos Estatutos, a la espera de su posterior refrendo por un controlado Tribunal Constitucional, lo que todavía está por ver.
El resultado que se esperaba de semejante plan, que el presidente Zapatero iba urdiendo e improvisando a medida que avanzaba la legislatura, era tan ambicioso como sorprendente: se cambiaba el modelo de Estado, sin pasar por una reforma constitucional, ETA dejaba las armas, el PSOE conseguía un pacto de hierro con los nacionalistas como paladín de la nueva España confederada, el PP se quedaba aislado en el conjunto del Estado y Zapatero pasaba a la Historia como el gran pacificador de ETA y arquitecto de la nueva España, completando su obra con una revisión de la Guerra Civil, de la Transición y de la historia del PSOE, lo que le permitiría quedarse en el poder veinte años más.
Pero en tan ingente obra el presidente necesitaba la complicidad del PSOE, un Gobierno sumiso, de los grandes medios de comunicación y el desvarío del PP, que, según los cálculos de La Moncloa, acabaría «echándose al monte» a la vista de la nueva situación. Para ello, Zapatero tenía que liquidar a los barones socialistas que fueron artífices de los pactos de la Transición, unos cesados en sus feudos por muy distintos motivos —Vázquez, Bono, Ibarra, Redondo, Simancas, Maragall, Puras, etcétera, y otros silenciados y sometidos al disfrute del poder, como González y Guerra, reformando a su favor el marco audiovisual español —que el PP fue incapaz de equilibrar en los tiempos de Aznar—. [...]
Sigue leyendo el artículo de Pablo Sebastián en ABC
El modelo confederal autonómico facilitaba el aterrizaje de ETA en la vía política, y el Estatuto catalán se convertía en el ensayo general, el «Estatuto piloto», a imitar e incluso a superar luego por los gallegos y los vascos, respectivamente. Con todo ello, el presidente daba pruebas inequívocas de su audacia —o temeridad—, llegando incluso a burlar la Constitución por la vía de leyes orgánica que permitían colar los nuevos Estatutos, a la espera de su posterior refrendo por un controlado Tribunal Constitucional, lo que todavía está por ver.
El resultado que se esperaba de semejante plan, que el presidente Zapatero iba urdiendo e improvisando a medida que avanzaba la legislatura, era tan ambicioso como sorprendente: se cambiaba el modelo de Estado, sin pasar por una reforma constitucional, ETA dejaba las armas, el PSOE conseguía un pacto de hierro con los nacionalistas como paladín de la nueva España confederada, el PP se quedaba aislado en el conjunto del Estado y Zapatero pasaba a la Historia como el gran pacificador de ETA y arquitecto de la nueva España, completando su obra con una revisión de la Guerra Civil, de la Transición y de la historia del PSOE, lo que le permitiría quedarse en el poder veinte años más.
Pero en tan ingente obra el presidente necesitaba la complicidad del PSOE, un Gobierno sumiso, de los grandes medios de comunicación y el desvarío del PP, que, según los cálculos de La Moncloa, acabaría «echándose al monte» a la vista de la nueva situación. Para ello, Zapatero tenía que liquidar a los barones socialistas que fueron artífices de los pactos de la Transición, unos cesados en sus feudos por muy distintos motivos —Vázquez, Bono, Ibarra, Redondo, Simancas, Maragall, Puras, etcétera, y otros silenciados y sometidos al disfrute del poder, como González y Guerra, reformando a su favor el marco audiovisual español —que el PP fue incapaz de equilibrar en los tiempos de Aznar—. [...]
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