No duele Endesa, sino todo lo demás

DISCREPO del análisis que, aparentemente, todo el mundo comparte: el hecho de que la compañía que durante lustros fue la primera eléctrica española haya sido finalmente repartida entre el Estado italiano, una multinacional alemana y unos especuladores nacionales es un resultado altamente perjudicial para ese ente de razón llamado España S.A.

Y discrepo porque en este penoso lance no se ha perdido un campeón nacional, ni tampoco se ha perdido la nacionalidad de una empresa. Eso de los campeones nacionales -es decir, empresas industriales de origen y propiedad española con capacidad de competir en Europa- es una falacia propia del franquismo y del socialismo postmoderno. Conduzco un coche japonés, escribo en un ordenador de programación norteamericana, visto ropa fabricada en China y la lavo con electrodomésticos alemanes, en el súper compro alimentos de todas las procedencias, cuando voy a un restaurante me atienden camareros no nacidos en España y siempre sueño con volver un día a la Patagonia, para lo que espero que el banco suizo obtenga rendimiento del dinero que le he confiado, invirtiéndolo en cualquier bolsa del mundo.

Ni guay, ni pijo: los hábitos de un servidor no son muy distintos de los que tienen el común de los españoles, que compran aquello que les convence en términos de calidad-precio, al margen del origen de los productos. Tan patético me parece un primer ministro francés asegurando que Danone forma parte de la esencia de la Republique como sostener que la defensa de la Patria requiere que los españoles gastemos electricidad fabricada por una empresa nacional. De la electricidad espero que sea lo más barata posible y de suministro fiable, pero no que el kilovatio venga herrado con la marca del toro.

Y a pesar de ser tan moderno, tan abierto al mundo, el desenlace de Endesa me produce un abatimiento profundo, un desasosiego que no logro superar. Para defender su opción en el asunto, el Gobierno se ha saltado las leyes por delante y por detrás: ha sido demandado judicialmente por la Unión Europea y ha impedido que la CNMV investigara el origen de las operaciones de compraventa de acciones de Endesa. Nunca tuve gran confianza en este Gobierno, pero tampoco creí que llegara a destrozar los intentos de que, también en el tráfico mercantil y financiero, rigiera el Estado de Derecho.

La participación activa y torticera de las autoridades políticas en este embrollo ha enviado una señal indudable a los mercados internacionales. No temo que a partir de ahora el capital foráneo se retraiga de invertir en España: hoy, como ayer y como mañana, el dinero acudirá donde tenga expectativas razonables de beneficios; esa es la regla y no hay que escandalizarse por ella.

Lo que ha cambiado, a peor, es la reputación: a raíz del «affaire» Endesa, todo el mundo sabe que el factor clave del éxito de una operación en España no está en el precio, ni en el proyecto empresarial, sino en la proximidad al Gobierno. Quien quiera comprar Iberdrola, quien pretenda vender Unión Fenosa, quien aspire a controlar Repsol (o viceversa) no debe olvidar esta regla de oro: hágase amigo del Gobierno y, después, haga lo que quiera.

Así las cosas, el español no resulta un escenario muy distinto al de Bolivia o Venezuela, donde cualquier inversión requiere el decisivo visto bueno (facilitado por una regular mordida) de los corruptos dirigentes políticos. Pero sí es completamente diferente al de los países más avanzados del mundo, donde el punto de partida es un marco jurídico igual para todos e inalterable. Es verdad que, como ni los peores males duran cien años, antes o después vendrán gobiernos españoles respetuosos con la legalidad y con las competencias de los reguladores independientes, sabedores que no hay autoridad más fuerte que la que se deriva del cumplimiento de la ley. Pero entonces habrá que desandar el camino de la arbitrariedad y convencer, al que se deje, de que España es un país serio.

No me importa que la Empresa Nacional de Electricidad S.A., de fundación franquista, pase a propiedad foránea; en esta operación España no ha perdido ni en calidad y ni en fiabilidad del suministro eléctrico, pero desdichadamente, lo que sí ha perdido es más importante: la seriedad, la vergüenza y la reputación.

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