EI 2 de mayo de 1998, de la noche a la mañana, mi vida cambió. En realidad, había empezado a cambiar el 1 de mayo, uno de esos días madrileños de primavera capaces de curar cualquier invierno: cálidamente frescos al atardecer y frescamente tibios al anochecer, algo así como el Despotismo Ilustrado aplicado a
La cena empezó cuando aún quedaban rastros de luz en las copas de los árboles. Ana Botella nos saludó con amable brevedad y subió a acostarse, porque quería estar fresca al día siguiente. En cambio, se quedó a cenar con nosotros José María, el hijo mayor del Presidente, con el que Luis tenía relación por los veranos de Oropesa. La hora de condumio transcurrió así entre oficiosidades y familiaridades, con abundantes referencias al Milagro del Euro que tanto nos había entusiasmado a los liberales, pero no por la moneda única, que no nos llenaba de alegría, sino por el control del gasto público y la lucha contra el déficit, garantía de prosperidad a medio plazo si además se bajaban los impuestos, como efectivamente sucedió. En La linterna de la COPE, que por entonces dirigía Luis y donde me dedicaba durante una hora larga a repasar los periódicos del día siguiente y al zafarrancho tertuliano, yo era uno de los más fogosos defensores de esa política económica genuinamente liberal e inédita en España desde el Cánovas anterior a 1898, el año de La Catástrofe, que en esas fechas se recordaba y que no lo fue tanto por la pérdida de las colonias como de los principios liberales. Huelga decir que esa referencia histórica, tan elogiosa como cierta, no molestaba nunca al Presidente, y esa noche tampoco. Parecía encantado con la silente participación de su primogénito en el alborozo intelectual que en algunos medios podía provocar su política económica.
Burla, burlando, llegó el helado de café. Y entre referencias a Von Mises y a los deportes náuticos en Oropesa, al Cánovas redivivo que nos daba de cenar y al deseado Sagasta capaz de asegurar desde el PSOE la continuidad de la nación y de la gestión económica -un perfil en el que no encajaba precisamente el nuevo candidato socialista, Borrell, con el que tres días después debía enfrentarse Aznar en el Parlamento-, su hijo hizo mutis escaleras arriba, tras las citas padelianas de rigor. El presidente del Gobierno se situó entonces al otro lado de un gigantesco habano. Y Luis y yo nos parapetamos tras dos descafeinados con leche, dispuestos a enterarnos, por fin, de la razón de aquel encuentro.
Pronto se despejó
Yo recurrí al argumentario histórico: Antonio Herrero había sido la pieza clave del periodismo comprometido que, desde distintos medios de comunicación, mantuvo una crítica implacable a la corrupción y al crimen de Estado del felipismo. Tanto el ABC de Anson como el Diario 16 de Pedro J. Ramírez, y, tras su defenestración por presiones del Gobierno del PSOE, EL MUNDO, tuvieron en el programa de Antonio Herrero (El primero de la mañana en Antena 3, La mañana en la COPE) el altavoz que ampliaba sus denuncias, la conciencia crítica que respaldaba sus argumentos, el lugar donde se refugiaban los damnificados por el felipismo para seguir políticamente vivos, la batería de tertulias que diariamente trataban de conmover la conciencia cívica. Sin la radio, sin aquella radio madrugadora e implacable de Antonio, cada periódico por su lado y todos en bloque no hubieran alcanzado la eficacia galvanizadora en la derecha moderna y la disuasión moral en cierta izquierda antigua que dejó de apoyar al PSOE.
El precio de esa crítica al felipismo -seguía repitiendo yo, como si Aznar, el gran beneficiario, no lo supiera- fue terrible: a la persecución profesional se unían las feroces campañas de difamación personal e incluso familiar a manos de Polanco y empresas satélites, como Zeta y
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