[Editorial de la revista británica The Economist , titulado "The end of Allende", y publicado el 15 de septiembre de 1973. Traducción de Proyecto Chile 2010]
La muerte transitoria de la democracia en Chile será lamentable, pero la responsabilidad directa pertenece claramente al Dr. Allende y a aquellos de sus seguidores que constantemente atropellaron la Constitución.
El Presidente Allende no se convirtió en mártir, aun cuando fuera cierto que se suicidó el martes. El bombardeo y asalto de su palacio presidencial y la toma del poder por los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas de Chile pusieron un fin amargo al primer gobierno marxista libremente elegido en Occidente.
Y la batalla parece apenas haber comenzado. Con la mayoría de los canales de comunicación de Chile con el mundo exterior aún restringidos, es difícil tener una idea más completa de la violencia que aparentemente continúa. Pero si una sangrienta guerra civil comenzara, o si los generales que ahora controlan el poder deciden no llamar a nuevas elecciones, no habrá duda alguna respecto de quien tiene la responsabilidad por la tragedia de Chile. La responsabilidad es del Dr. Allende y de aquellos en los partidos marxistas que aplicaron una estrategia para controlar el poder total, al punto que la oposición perdió las esperanzas de controlarlos por medios constitucionales.
Lo que ocurrió en Santiago no es un golpe típicamente latinoamericano. Las fuerzas armadas toleraron al Dr. Allende por casi tres años. En ese período, él se las ingenió para hundir al país en la peor crisis social y económica de su historia moderna. La expropiación de campos y empresas privadas provocó una alarmante caída en la producción, y las pérdidas de las empresas estatales, según cifras oficiales, superaron los $ 1.000 millones de dólares. La inflación alcanzó a 350% en los últimos 12 meses. Los pequeños empresarios quebraron; los funcionarios públicos y trabajadores especializados sufrieron la casi desaparición de sus sueldos por causa de la inflación; las dueñas de casa tenían que hacer interminables colas para obtener alimentos esenciales, y si es que encontraban. La creciente desesperación originó el enorme movimiento huelguístico que los camioneros iniciaron hace seis semanas.
Pero el gobierno de Allende fue más allá de la destrucción de la economía. Violó la letra y el espíritu de la Constitución. La forma en que sobrepasó duramente al Congreso y a los Tribunales de Justicia debilitó la fe en las instituciones democráticas del país.
El mes pasado, una resolución aprobada por la mayoría opositora en el Congreso señalaba que "el gobierno no es responsable sólo por violaciones aisladas de la Constitución y la ley; ha convertido tales violaciones en un método permanente de conducta". El sentimiento de que el Parlamento era ya irrelevante aumentó por la violencia en las calles y por la forma en que el gobierno toleró el surgimiento de grupos armados de extrema izquierda que se estaban preparando de manera abierta para la guerra civil.
Las fuerzas armadas intervinieron sólo cuando estuvo claramente establecido que existía un mandato popular para la intervención militar. Las Fuerzas Armadas tuvieron que intervenir porque fallaron todos los medios constitucionales para frenar a un gobierno que se comportaba de modo inconstitucional.
El detonante para el golpe fueron los esfuerzos de los extremistas de izquierda para promover la subversión dentro de las fuerzas armadas. El señor Carlos Altamirano, ex secretario general del partido socialista, y el señor Oscar Garretón del Movimiento de Acción Popular Unitaria, ambos líderes de la Unidad Popular de Allende, fueron señalados por la Armada como los "autores intelectuales" del plan de amotinamiento de los marinos en Valparaíso. Los comandantes de la Armada en Valparaíso iniciaron el movimiento esta semana. Pero el rápido éxito del golpe y la participación en él de todas las fuerzas armadas (incluyendo a los Carabineros, entrenados militarmente) sugiere que los planes para el golpe fueron cuidadosamente preparados. Todavía habrá que esperar para comprobar que las fuerzas armadas continúan sólidamente unidas en su oposición al derrocado gobierno. La desaparición de dos comandantes, el Almirante Raúl Montero y el general Sepúlveda, comandante de carabineros, quienes fueron reemplazados por sus subordinados anti-marxistas, hace pensar que no todos los altos oficiales estaban a favor del golpe.
El peligro real de un derramamiento de sangre provendrá de unas fuerzas armadas divididas, o si ocurrieran serios motines entre la tropa. Esto podría producir una guerra civil. Puede esperarse una fuerte resistencia de los comités de trabajadores y de las brigadas paramilitares que el Partido Socialista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria dirigen en Santiago así como de grupos guerrilleros en el sur. Pero si no consiguen apoyo militar significativo, estos grupos probablemente podrán ser contenidos.
Cualquiera sea el gobierno que surja del golpe militar, no se pueden esperar tiempos fáciles. También aquellos que sufrieron bajo el gobierno de Allende sentirán la tentación de ajustar cuentas con el bando derrotado. Pocas personas creen que Chile pueda retornar a su forma tradicional de administrar sus asuntos.
El trabajo de reconstrucción costará un enorme sacrificio, de la misma forma que ocurrió en Brasil cuando Roberto Campos era responsable de la planificación económica durante los años posteriores al golpe de 1964. Esto no significa que Chile se convertirá en otro Brasil. Por una parte, Chile es probablemente un lugar menos violento --aún en estos momentos-- que Brasil y, por otra, los generales chilenos tienen una concepción bien distinta de su rol comparada con aquella de los generales que apoyan al señor Campos. Ellos aceptan que es demasiado tarde para revertir muchos de los cambios impuestos por el Dr. Allende; por ejemplo, en su intento por reconstruir el sector privado, ellos pondrán más énfasis en traer de regreso a los inversionistas extranjeros y en crear nuevas industrias que en devolver lo que fue expropiado.
El General Pinochet y los oficiales que lo acompañan no son peones de nadie. Su golpe fue preparado en casa, y los intentos por hacer creer que los norteamericanos estaban implicados son absurdos, especialmente para quienes conocen la cautela norteamericana en sus recientes tratativas con Chile.
El gobierno militar-tecnocrático que está aparentemente tomando forma intentará reconstruir el tejido social que el gobierno de Allende destruyó.
Esto significará la muerte transitoria de la democracia en Chile, lo cual será deplorable, pero no debe ser olvidado quien lo hizo inevitable.
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