Por Fernando R. Genovés
1. La identidad, en discusión
Intentaremos aportar alguna luz acerca de la siempre controvertida cuestión del ser y no ser del liberalismo en cuanto a las maneras y al énfasis que revela su manifestación pública. ¿Es el ser liberal más que nada una determinada actitud ante la realidad o comporta más bien la adopción definida de un credo político y una línea normativa de acción? ¿Le hace justicia al liberal la caracterización de radical? ¿Por qué no acaba de ajustarse al prototipo del conservador, y menos aún al del extremista?
Sacar a relucir la voz "radical" o "radicalismo" en relación a la praxis del liberalismo conduce, desde una primera consideración del asunto, al encuentro con un par de capítulos históricos de no escasa relevancia. El debate sobre lo que quiera que sean las políticas radicales se inicia en la historia de Occidente a finales del siglo XVIII en tierras británicas y americanas, al verse sacudidos muchos de sus pensadores y políticos por la fenomenal conmoción que supuso
Los panfletos radicales de la época, haciendo de los hechos consumados virtud normativa, y henchidos de optimismo, animaban, con todo, a la profundización y extensión por doquier de los derechos naturales del hombre, la soberanía popular, el sufragio universal y el derrocamiento de las tiranías.
Durante el siglo posterior, y sin abandonar el ámbito anglosajón, el radicalismo adquiere un tono marcadamente teórico y filosófico, de orientación utilitarista, lo que permite no perder la índole práctica y consecuencial del tema. "Radicales filosóficos" es, precisamente, la etiqueta que adoptan John Stuart Mill y sus seguidores, para darse a conocer en el Parlamento y en la sociedad. Su objetivo persigue acelerar las reformas sociales y revitalizar la apertura de las creencias en la población, todo ello en aras a la definitiva transformación del antiguo régimen aristocrático en una sociedad libre, de mercado, moderna, secular, democrática y liberal.
Con la decidida disposición de profundizar y ampliar las conquistas de la libertad, el ser radical en la vida pública remite más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un prontuario programático colectivo. No importa que puntualmente haya quedado materializado en programas de partidos políticos identificados con dicha marca, incluso que haya establecido una cierta tradición electoral hasta nuestros días. Dejemos, asimismo, al margen las consideraciones sobre la precisión y claridad de la marca, y sus potenciales beneficios. Sea como fuere, el ser radical, por su propia naturaleza, se resiste a quedar articulado en un programa político de fines últimos, o sometido a la disciplina de los aparatos de partido. Son las circunstancias de cada momento lo que mueve a radicalizar las posturas existentes.
Algo similar podría decirse del ser liberal, si entendemos por tal a aquel para quien la idea de la libertad significa algo "sagrado, como la vida o la propiedad" (Lord Acton); entendiendo aquí "sagrado" como sinónimo de superior, principal, intocable y no enajenable.
No puede extrañar, entonces, que desde esta perspectiva la acepción del liberalismo remita, en primera instancia, más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un doctrinario político (y aun económico). Éste, si acaso, vendrá después. El mismo Lord Acton afirmó enfáticamente que la libertad es más una cuestión de moral que de política. ¿Por qué? Porque si la libertad implica no estar sometido al control de otros, o estarlo lo menos posible, es preciso que los individuos aprendan a controlarse por sí mismos, a cuidar de sí mismos y a practicar la libertad en primera persona. No otra cosa significa, en rigor, la ética.
He aquí la vivencia radical del liberalismo. Según declaró Ortega y Gasset, en la línea del pensamiento de Lord Acton, el liberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, "es una idea radical sobre la vida"; significa creer que cada ser humano debe quedar en franquía para realizar su ser individual y su "intransferible destino". Esta posición abunda en la tradicional y característica interpretación de la libertad caracterizada como libertad negativa, es decir, como inexistencia o libramiento de coacción en el quehacer humano.
Es en el énfasis puesto en la caracterización de la libertad, en la importancia reconocida de su propia existencia y en la radicalidad de su defensa donde hallamos notables diferencias entre liberales y conservadores. Para el liberal, no hay mayor fin humano que
De acuerdo con los conservadores, advirtió Lord Acton, la libertad supone para los hombres un lujo, no una necesidad. En tal escala de valores, la libertad puede ser, en consecuencia, sacrificada, si las circunstancias así lo exigen o pide paso un bien distinto y tenido por superior que la arrincone, como pueda serlo la seguridad o el orden, el bienestar o la paz, la tradición o las buenas costumbres.
En el ensayo titulado '¿Qué es ser conservador?', el filósofo británico Michael Oakeshott señala que el conservador no se identifica en política por la defensa a ultranza de unos determinados principios, sino por el hecho de mostrar ante la política una particular "disposición", a saber: su tendencia a la moderación, por partida doble. Quiere decirse: sería conservadora aquella persona propensa a actuar de modo moderado y moderador. Desde este prisma, la función del Gobierno se contempla como el ejercicio de evitar la excitación de los ánimos de los hombres, a fin de que no lleven los conflictos y querellas demasiado lejos…
El conservador gusta de la contención y la conciliación, la concordia y la evitación de toda crispación. Si, por lo general, se involucra poco, o a desgana, en los asuntos públicos es porque concentra sus principales energías en los asuntos privados. De ahí proviene el inconfundible distintivo de cierta moral que proclama la feliz avenencia de la práctica de "virtudes públicas" con el ejercicio de "vicios privados" (o, acaso vale decir, púbicos).
Resuelve en consecuencia Oakeshott que no hay nada inconsistente ni contradictorio en el hecho de ser conservador respecto del Gobierno y radical respecto de cualquier otra actividad. Sería así posible combinar las obligaciones morales y las convicciones éticas, los compromisos públicos y los sentimientos privados. Las posibilidades de esta combinatoria conmueve tanto el área de las coherencias personales como el de las alianzas prácticas. Liberales y conservadores podrán, por tanto, entenderse y llegar a acuerdos si no falla la responsabilidad ni desfallece el ánimo.
Pero no está claro que la "disposición" conservadora y la "actitud" liberal se armonicen tan fácilmente. Cierto es que no falta quien fomente en política la adopción de una postura liberal-conservadora como expresión efectiva de una praxis niveladora. Tampoco sorprende ya a nadie la apología del centrismo. Y si todavía buscamos más experiencias fuertes, escúchese, a derecha e izquierda, a esos paladines del equilibrismo político que dicen ser liberales a fuer de socialistas, o viceversa. Pues, para algunos, todo vale y tanto monta.
Otra opción más seria y resuelta, acaso más radical, consiste, por el contrario, en elegir bien y decidirse por lo mejor. En materia de maestros, Oakeshott es del parecer de que "hay más que aprender acerca de esta disposición [la conservadora] de Montaigne, Pascal, Hobbes y Hume que de Burke o Bentham". Ciertamente, inclinarse por el liberalismo y distanciarse del conservadurismo no significa relegar o renunciar a lo más provechoso de cada tradición. Mas si, después de todo, existen liberales que llegan a la determinación de no ser conservadores, deberán tal vez explicar ese por qué no lo son.
2. ¿Por qué no soy conservador?
A modo de post scriptum, cierra el libro de Friedrich A. Hayek Los fundamentos de la libertad (Unión Editorial) el importante ensayo '¿Por qué no soy conservador?', algo así como una declaración de principios del autor sobre el ser y no ser liberal. Queda allí demarcado el espacio propio de actuación de quien, desde el liberalismo, se encuentra vivencialmente, más que entre conservadores y socialistas, frente a unos y a otros.
Sentado esto, sostiene Hayek que al liberal no le queda otro remedio, en la práctica política, que apoyarse en los partidos conservadores, procurando en tal empresa no perder la propia alma.
A diferencia de socialistas y conservadores, el liberal no es, por definición y coherencia práctica, un hombre de partido. Más bien, es un partidario de la libertad. Y a tal esfuerzo empeña, sin contemplaciones ni emplastos, su acción, la dimensión práctica y pública de su vida. El compromiso con este ideal y destino le hace sentirse plenamente incompatible con el socialismo, pero también con cualquiera forma de socialismo que adquieran o adopten los distintos bandos o partidos políticos. Al mismo tiempo, el partidario de la libertad no puede sino que mostrarse opuesto –"radicalmente opuesto", puntualiza Hayek– al conservadurismo. ¿Por qué no puede ser conservador un liberal de pro?
Con el conservador, el liberal mantiene, en puridad, un conflicto de ideas, puesto que si el conservadurismo exhibe antes que nada una determinada "disposición" ante la acción (o no acción), el liberal, declara ahora Hayek, revela, sobre todo, una "actitud mental" (pág. 510). Mientras la disposición conservadora, a la hora de armar sus objetivos, mira hacia el pasado, mide las palabras y los pasos que da (o sea, se modera) y no estimula en los hombres el gusto por la novedad (porque en el fondo la teme y aborrece), la actitud liberal, por el contrario, "siempre mira hacia adelante" (págs. 508 y 509).
El liberal, por principio, no se opone a la evolución ni al progreso, a las reformas y a los cambios: "No le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección" (pág. 507). Tal inclinación está muy relacionada con aquello que necesariamente va unido a la libertad: la espontaneidad.
Decía Lord Acton que la esencia de la libertad consistía en no creer en la santidad del pasado, puesto que no hay nada más sagrado que la libertad. He aquí, en pocas palabras, la clave de nuestro asunto.
Aceptar la libre evolución de los hechos, el movimiento de los acontecimientos y de la vida, conlleva afrontar valientemente la contingencia irreductible e ingobernable propia de la fortuna. La planificación y la regulación obsesivas que definen el modo de actuación socialista (su "torpe racionalismo", pág. 516) no se alejan mucho, en el fondo, de la pasión conservadora por la ley y el orden, el ansia de que todo esté bajo control. El movimiento de la libertad implica derribar todo obstáculo que frene o impida el pleno despliegue de las posibilidades humanas y la espontaneidad de nuestros actos, aun ignorando a veces dónde pueden llevarnos, puesto que a menudo "se procede un poco a ciegas" (pág. 510). No supone esto abandonarse a una conducta loca e irresponsable, pero sí abogar por una existencia abierta y expedita: la acción del hombre libre sólo se ve condicionada por lo que la ley expresamente prohíbe y la experiencia acumulada desaconseja.
La dependencia estrecha por el orden y el control de las acciones explican la "afición" del conservador por el autoritarismo, la recusación de la democracia y la disposición a aceptar la coacción y la "arbitrariedad estatal" como vehículos de imposición de creencias y objetivos prácticos, especialmente cuando las cosas no van según sus planes. Frente a esta disposición, la actitud del liberal se revela, ciertamente, radical.
Un régimen de libertad supone fijarse una actitud que prescinda "sustancialmente de la coacción y la fuerza" (pág. 512), aunque se nos antojen modos de actuación atrayentes, estimulantes y tentadores. Hayek advierte en este punto con suma perspicacia que, debido a su sustancial falta de principios, los conservadores suelen rechazar las medidas socializantes, proteccionistas y dirigistas propias de sus adversarios, excepto… cuando les beneficia o resulta rentable. ¿Se comprende, entonces, por qué hablamos en esta querella nuestra sobre identidades más de actitudes y disposiciones que de programas políticos cerrados y definidos?
Hay, con todo, una "debilidad del conservador" que pone muy difícil al liberal el convenio con él. Se trata de la distinta posición que adoptan uno y otro ante el progreso de las ciencias, los valores morales y la apertura de ideas. En este capítulo de convicciones profundas Hayek se muestra radicalmente sincero: "Digámoslo claramente: lo que me molesta del conservador es su oscurantismo" (pág. 515). Hayek confiesa con franqueza la irritación que le produce, por ejemplo, la terca oposición de tantos conservadores a la teoría de la evolución o a las explicaciones "mecánicas" del fenómeno de la vida. Hayek no exageraba nada a este respecto.
Si dicho enfado queda expresado por el autor austriaco en 1959, ¿qué clase de sentimiento puede producir a un liberal de principios del siglo XXI, conforme con la actuación de conservadores y "neoconservadores" del otro lado del Atlántico en materia antiterrorista, cuando advierte cómo muchos de éstos, creacionistas y partidarios del "diseño inteligente e intencional" de la naturaleza, sitúan en pie de igualdad la palabra de
Ocurre que en todas partes cuecen habas, sobre todo si el fuego que las condimenta sigue inflamado de tradicionalismo y apego por lo ancestral. Dos ejemplos sobre este particular iluminan la situación: la distinción entre el orden espiritual y temporal en la vida de los hombres, que propugna radicalmente el liberal, y el "nacionalismo patriotero" (pág. 515) y la hostilidad hacia lo internacional, que caracterizan todavía a gran parte del conservadurismo.
Con respecto al primer asunto, Hayek nota en los conservadores una persistente carencia de principios políticos firmes, aunque no, ciertamente, de profundas creencias morales y religiosas. El liberal asume, en cambio, el firme propósito de no empeñarse en imponer coactivamente a los demás ningún tipo de creencia, no importa cuán profundos y trascendentales que puedan ser los principios que lo sostengan. Por lo demás, es propio del liberal mantener un cierto grado de escepticismo en sus pensamientos y emociones, necesario para mantener incólume ese espíritu tolerante típicamente liberal (pág. 517).
Por lo que toca al segundo tema –el "nacionalismo patriotero"–, Hayek tampoco se anda por las ramas: "Una teoría torpe y errada no deja de serlo por haberla concebido un compatriota" (pág. 116). El nacionalismo y el patriotismo no deben nunca confundirse. Es posible un liberalismo patriótico, pero jamás un liberalismo nacionalista. Sin embargo, dominan por doquier el conservadurismo nacionalista y el nacionalismo conservador. ¿O es que puede haber algo más conservador que el nacionalismo?
La apertura de ideas, típica del liberalismo, lleva asociada la apertura de fronteras. Amor a la nación, cierto; pero no provincianismo. Entre nosotros, sin ir más lejos, Ortega representaría, con cierta soledad, la actitud del liberalismo; Unamuno, Donoso Cortés y Maeztu, por citar sólo tres casos, la del conservadurismo. ¿Es necesario dar más detalles de la querella y explicar el porqué del fáctico desequilibrio numérico entre ambas listas, en el haber y el debe del liberalismo en España?
Hayek abre significativamente el ensayo que comentamos con una cita de Lord Acton en la que afirma que los auténticos amantes de la libertad, "para triunfar, frecuentemente hubieron de aliarse con gentes que perseguían objetivos bien distintos de los que ellos propugnaban". Este dramático apunte no deja de sentirse en el resto de su texto, y tampoco nos abandona a nosotros en el nuestro. Pues la circunstancia sigue vigente, hoy como ayer, en Inglaterra, en Estados Unidos y también en España. Especialmente en momentos de peligro y en periodos de excepcional alerta. Preguntado hace unos años Irving Kristol acerca de la definición de neoconservador, respondía lo siguiente: es "un liberal atracado de realidad".
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