El futuro de Ciutadans (Xavier Pericay en ABC)

vía Coruña Liberal

HARÁ cosa de año y medio, en estas mismas páginas, este columnista modélico que es Manuel Martín Ferrand se hacía eco de la aparición de un manifiesto firmado por una quincena de intelectuales en el que se pedía la creación en Cataluña de un nuevo partido político que corrigiera el déficit de representatividad del Parlamento autonómico y contribuyera, en consecuencia, al restablecimiento de la realidad. Tras saludar la iniciativa y elogiar las virtudes del texto y de sus firmantes, Martín Ferrand no podía por menos que añadir: «Demuestra la experiencia, en España siempre excesiva en todos los casos de fatiga e incomodo, que estos ejercicios, más próximos al toreo de salón que a la lidia verdadera, no suelen ir más allá de su mero planteamiento». Ciertamente. Pero, por fortuna, incluso en esta clase de ejercicios, se dan de vez en cuando excepciones. El manifiesto a que aludía entonces el columnista alumbró al cabo de un año un nuevo partido político, Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, y a los pocos meses —esto es, el pasado 1 de noviembre— este nuevo partido obtenía cerca de noventa mil votos y tres escaños en las elecciones al Parlamento de Cataluña.

El camino no ha sido fácil. Baste recordar algunos de los obstáculos que ha habido que vencer para llegar a la meta. Por ejemplo, el vacío, cuando no la hostilidad, de la gran mayoría de la clase política catalana, enfrascada en la cocción de su Estatuto particular y deseosa de que nada ni nadie viniera a perturbar sus unanimidades. O la violencia ejercida contra los promotores y simpatizantes del nuevo partido por grupos de radicales, ante la indiferencia del resto de las fuerzas políticas, que hasta se han permitido dudar, en más de una ocasión, de la propia naturaleza de los hechos denunciados. O el silencio inmoral de los medios de comunicación catalanes, públicos y privados, que han actuado en todo momento como fiel apéndice de la clase política autóctona y de sus inconfesables intereses. Por no hablar, claro está, de las penurias financieras, especialmente gravosas cuando lo que hay que afrontar es una campaña electoral.

Aun así, el proyecto ha salido adelante y el objetivo fundacional ha sido alcanzado con creces. Puestos a buscar las razones del éxito —y más allá de la oportunidad del momento, caracterizado por el ensimismamiento de la clase política y por el desapego y el hartazgo de una parte importante de la sociedad—, yo diría que tienen mucho que ver con la ilusión y la voluntad. En otras palabras: sin la convicción de miles de ciudadanos de que la creación de un nuevo partido político, además de necesaria, era posible, a estas alturas estaríamos más o menos igual que hace un par de años, si no peor. O sea, hundidos en la zanja. Y si bien, como es lógico, la mayoría de estos ciudadanos ilusionados y voluntariosos residían en Cataluña, también los había del resto de España. Y es que Ciutadans nació precisamente —y conviene no olvidarlo para tratar de entender en toda su complejidad el fenómeno— como un proyecto catalán, sí, pero sólo en la medida en que todo proyecto catalán es un proyecto español. Justo lo contrario de lo que la clase política catalana ha pregonado siempre y cuya principal materialización es el nuevo Estatuto de autonomía.

En realidad, en la base de muchas de las adhesiones procedentes de fuera de Cataluña se hallaba ya implícito algo más que una estricta muestra de solidaridad. Quienes se adherían también querían participar. De algún modo, consideraban que lo que estaba ocurriendo en Cataluña era también de su incumbencia. Por supuesto, el sentirse protagonistas de la creación de un nuevo partido político también les animaba a ello. Y, aunque fuera por simple reacción, la ración de reforma estatutaria con que todos los españoles nos desayunábamos por entonces cada mañana contribuía en gran medida a incrementar este afán participativo. De ahí que fueran formándose agrupaciones en varias Comunidades Autónomas. Y de ahí que el pasado mes de julio el Congreso constituyente del partido —en el que estas agrupaciones de fuera de Cataluña tomaron parte en pie de igualdad— aprobara la denominación Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, una fórmula inclusiva que dejaba la puerta abierta a la irrupción de Ciutadans en la política española.

Ahora el nuevo partido afronta un camino más arduo, si cabe, que el recorrido hasta la fecha. Es cierto: ya está en el Parlamento catalán, ya existe —a pesar de tantos agoreros. Pero precisamente porque existe, porque ha podido abandonar por fin las humedades de la clandestinidad, le espera un trabajo intenso. En el propio Parlamento, cuya constitución está prevista para el próximo viernes, y en el conjunto de Cataluña, donde los resultados de las últimas elecciones le permiten abrigar esperanzas de obtener representación en no pocos ayuntamientos, empezando por el de Barcelona. Ésta debería ser, en los meses venideros, su principal tarea —y así parece entenderlo también en estos momentos la dirección del partido.

Pero, tras este envite electoral, al partido le quedará todavía un reto mayor. La expansión por España, o por aquellas partes de España en las que su mensaje haya calado o tenga posibilidades de calar. Mucho se ha hablado, tras los comicios catalanes, de la procedencia del voto de Ciutadans. De forma algo apresurada, a mi juicio. Se ha insistido en que sus votantes provenían mayoritariamente de las filas del socialismo y en menor medida de las populares. Es posible, aunque nunca se sabe cómo se producen realmente estos trasvases. Sea como fuere, convendría no olvidar que, entre quienes le prestaron el 1 de noviembre su confianza, no pocos votaban por primera vez o regresaban a una urna autonómica después de un largo período de abstinencia.

De igual modo, también se ha hablado y se sigue hablando del perfil ideológico del nuevo partido. Centro izquierda, es el clisé más usado, como si estuviéramos, lisa y llanamente, ante un remedo local del socialismo hispánico. Las cosas, como siempre, no son tan simples. Sobre todo, porque más allá del ideario y el programa del partido —y ahí están ambos textos, a disposición de quien quiera consultarlos—, lo que en verdad caracteriza a Ciutadans es una apuesta por otra concepción de la política. No se trata ya tanto de abrir el paraguas de las ideologías para poder pasear sin miedo a mojarse, como de olvidarse del paraguas y ponerse a buscar soluciones que permitan resolver de forma eficaz los problemas que tiene planteados la sociedad. Lo cual no impide, por supuesto, que este ejercicio de la política esté guiado por valores como la racionalidad, la libertad o la solidaridad, ampliamente compartidos por la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Si bien se mira, restablecer la realidad también es esto. O debería serlo. En este sentido, la presencia en la política española de un partido como Ciutadans —de un partido que luche, como reivindicaba aquel manifiesto, para que lo simbólico deje de desplazar a lo necesario— puede contribuir a este fin. Y puede servir, llegado el caso, para que cualquiera de los dos grandes partidos nacionales tenga con quien pactar una legislatura. O, lo que es lo mismo, para que el nacionalismo de turno deje de gobernar el destino de los españoles.

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