El colapso de la República (Stanley G. Payne)

Por José Varela Ortega en ABC.

Desde muy temprano la II República española se vio más asediada que apoyada por un gran partido de derecha católica, la CEDA, de ambigua lealtad pero genuinamente legalista, y un partido socialista leal, aún cuando, en buena medida, partidario de métodos ilegales y violentos al servicio de una estrategia revolucionaria. Pero también la III República francesa hubo de vérselas con los revolucionarios de la Commune, gobiernos monárquicos y mayorías parlamentarias contrarias. Por ello, los republicanos franceses manejaron con tiento lo delicado de su situación. Azaña, por el contrario, que imitó mucho de las políticas radicales francesas, se olvidó de los primeros quince años de cautelosos gobiernos conservadores conducentes a la consolidación de la vecina República. Igual que sus coetáneos franceses, escarmentados tras la Commune, la generación de la Restauración había salido vacunada del sexenio revolucionario (1868-1874) y sobrevivió convencida de que estrategias radicales que terminaban por provocar contrarrevoluciones (Moret) eran un factor de regreso más que de progreso (Sagasta). Escaldada también de asonadas militares que terminaban ofreciéndose como bomberos de la revolución que su propia indisciplina había desencadenado antes, consideraron que el golpe de Primo de Rivera era un maldecido paso atrás. Como la Reina Cristina, los viejos políticos creían que la estocada a la Constitución produciría el destronamiento de Alfonso XIII y el fin de la Monarquía; una República; luego el caos; y después, claro, los militares -le vaticinó Maura a su hijo Miguel, futuro ministro republicano de Gobernación.

Métodos fracasados. Nuestros republicanos también consideraban el pronunciamiento de 1923 como un insulto a la inteligencia (Azaña). Pero llegaban a una explicación del golpe opuesta, derivada de una lectura, muy distinta de la de sus predecesores liberales, del azaroso pasado del liberalismo español. Al revés que los políticos restauradores, que pensaban que la causa de todas nuestras desdichas (Cánovas), el golpismo y sus secuelas (la carlistada contrarrevolucionaria), eran consecuencia de la exclusión de las oposiciones y la estrategia de aniquilar al rival, de la política, en suma, de la bolsa o la vida, consistente en exigirlo todo o declararse en rebeldía, los republicanos del 31 creían, por el contrario, que sobre todo habían fracasado (Azaña) los pactos (de Vergara y del Pardo -que decía Álvaro de Albornoz). De esta suerte, tolerancia, hábitos de negociación y estilos civilizados de transacción se convirtieron en métodos fracasados y, el consenso, en pasteleo. La intransigencia -advertía Azaña- será el síntoma de honradez. Y, efectivamente, sectarismo (Azaña) e intransigencia no faltaron en el nuevo régimen. Pero fuera ya de lecturas del pasado, la suavidad con que se desvaneció una monarquía milenaria convenció a los políticos republicanos, carentes la mayoría de experiencia de gobierno, que nada había que transar: cualquier utopía era alcanzable, cualquier sueño realidad. La República tuvo mucho, en efecto, de exaltación milenarista y proyecto regeneracionista. Tiene razón Payne: en contra de lo que suele todavía creerse, fue producto del éxito de una modernización acelerada y sucumbió asfixiada por las desmedidas expectativas que el cambio había despertado en una sociedad impaciente, rejuvenecida y transformada.

Instrumentación. Las elecciones generales de 1931 cogieron a la opinión conservadora con los viejos partidos maltrechos por la Dictadura y desconcertada tras la caída de la Monarquía. Por eso quizá, escogieron unas Cortes constituyentes legítimas pero sólo parcialmente representativas de la realidad del país. El resultado fue una Constitución-programa más de partidos -de izquierda republicana y obrera- que de régimen consensuado. Lo peor fue la lectura radical que jacobinos y marxistas hicieron del escrutinio. Confundiendo el país electoral con el país real, consideraron que España estaba lista para un experimento progresista radical. Como advierte el profesor Álvarez Tardío en su sugerente comparación entre la democracia republicana de 1931 y la Transición de 1978, un conjunto de reglas, controles y equilibrios no es instrumento de ingeniería social y política. Y precisamente la instrumentación del sistema fue el problema filosófico con el que demasiados republicanos y socialistas de entonces trabaron el proyecto republicano ab initio. Por eso gobernaron para la victoria al precio de la exclusión, en lugar de perseguir la inclusión a precio de transacción y a modo de nuestros políticos transicionales.

Ya nos lo explicó el profesor Macarro en su día: la República de 1931 no se identificaba con la democracia, sino con la reforma social, económica o política. Azaña, en involuntaria confesión de parte, se refería a las leyes sociales de «la República» (sic), identificando un programa partidista, muy determinado y sesgado, con Constitución y régimen republicanos. A los gobernantes republicanos les pareció hacedero liquidar cuatro siglos de conservadurismo y atraso en cuatro años de legislatura. Demostraron una ansiedad impaciente. Como los jugadores de bolsa arriesgados, descontaron el dividendo antes de cotizarse. No seleccionaron sus objetivos ni espaciaron el enfrentamiento con los grupos de interés afectados. Deprisa, deprisa y todos al tiempo: Iglesia, Ejército y también los terratenientes.

Sectarismo. Sin embargo, no fueron los enemigos que se granjeó el régimen por sus fracasos en el campo o sus aciertos en las aulas el factor determinante del desastre. Ni siquiera una creciente ola de violencia política, que en cinco años causó 2300 muertos (300 de ellos en los cinco meses de Frente Popular), terminó de anegar la República. Fue el sectarismo lo que acabó con aquel régimen: la percepción que en 1936 se apoderó de una parte sustancial de la sociedad española de que el gobierno era beligerante. Contra el fascismo, se declaró, en efecto, el presidente del Consejo. Y Largo Caballero se encargó de aclarar el significado y extensión del término, asegurando, meses antes de la Guerra, que al doctor Marañon había que buscarle en las listas de fascistas.

Este tipo de filosofía terminó por lograr el cumplimiento de la profecía, a medida que una parte sustancial de la población, quizá mayoritaria entre las clases medias, se fue convenciendo de que el gobierno hacía dejación de sus responsabilidades en el mantenimiento del orden público: atentados diarios, iglesias incendiadas, fincas invadidas, sedes de los partidos de la oposición asaltados... El British Auto Club comunicó a sus miembros que la extorsión que se practicaba en las carreteras en nombre del Socorro Rojo Internacional hacía inseguros los viajes por España. Pero más que las acciones, fueron las omisiones y las discriminaciones las que terminaron por arruinar el crédito de autoridad del gobierno. El respeto a la ley -aseguró Joan Ventosa en un debate parlamentario famoso y dramático- no se imponía a todos por igual. Los gobiernos del Frente Popular se movieron con la idea de que la tolerancia de los desmanes apaciguaría a los revolucionarios, confiando además que la previsible rebelión de la derecha se consumiera en un pronunciamiento al viejo estilo, cuya fácil represión permitiera imponer de inmediato todo el programa frentista.

Ambos cálculos fallaron: la lenidad, en lugar de reducir, alimentó la espiral revolucionaria; y el sectarismo sesgado del gobierno alimentó la sublevación. El magnicidio de Calvo Sotelo no originó una conspiración que llevaba tiempo gestándose pero «ejerció un efecto eléctrico» -dice Payne- actuando como «catalizador para transformar» un golpe desorganizado y sólo parcialmente apoyado en «una rebelión» cívico-militar de proporciones pavorosas.

Cuando fueron revelados sus detalles -reconocería después un oficial leal a la República- la reacción fue tremenda. Porque Calvo Sotelo, uno de los líderes de la oposición y diputado con inmunidad parlamentaria, fue secuestrado en su casa -y asesinado después en una camioneta de la guardia de asalto- por una banda heterogénea, carente de unidad orgánica, de guardias de asalto, policías y guardias civiles fuera de servicio, acompañados de activistas socialistas y comunistas en un rôle, que empezaba a ser frecuente, de Hilfspolizei estilo nazi. Era más de lo que demasiados estaban dispuestos a soportar.

Una gestión desastrosa de la catástrofe cerró el círculo del desacierto: el terrible acuerdo del gobierno Giral de armar al pueblo (Portela), desató una revolución, sangrienta a la par que ineficiente, que la horrenda culpa (Azaña) de la sublevación había desencadenado. Lo poco que restaba de República democrática pereció devorada por el Saturno revolucionario (Azaña). El hundimiento de la legalidad en la retaguardia republicana convirtió a Franco en referente del orden, perdiendo la República la legitimidad ante una parte sustancial de la burguesía española y, con ella, probablemente la guerra. Demasiado tarde, Azaña, que había equivocado el camino, acertó con el epitafio: la indisciplina, anarquía [y] desorden sangriento de las calles de Madrid y Barcelona sellaron el destino de la República.

El colapso de la república
Stanley G. Payne
Traducción de Mª Pilar López Pérez
La esfera de los libros. madrid, 2005
613 páginas, 30 euros

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El ABC sin Ansón, Jimenez Losantos, Ussia y Campmany....¡No es mi ABC!

Anónimo dijo...

Se echa de menos al gallego/asturiano Carrascal