Honor, respeto y sentido de la transcendencia

[...] Y sin embargo allí, andando ya hacia el Monumento al Soldado Desconocido, en la zona más alta del inmenso camposanto que alberga más de un cuarto de millón de tumbas de soldados caídos en todas las guerras de esta nación desde la Civil a la de Irak, se nota que su única preocupación está en cumplir bien un deber que considera importante y que es respetar y hacer respetar a tanto turista despreocupado aquel lugar que ella, sin ninguna duda, considera sagrado. La solemnidad en esta mañana no se debe solo al soldado desconocido en cuyo epitafio está grabado el "cuyo nombre solo por Dios conocido" ni a los miles de tumbas de los últimos 140 años. Una vez más -ahora sucede con más probabilidad los lunes al no celebrarse entierros los fines de semana-, se ha abierto una tumba fresca cerca del monumento y se han reunido en torno a ella oficiales de los Marines y civiles, hombres y mujeres, con traje de domingo. Aunque, por respeto, los visitantes no se acercan a la ceremonia ni ven el nombre en la lápida, el honrado no es desconocido a la vista de los muchos que lo lloran. Suenan las salvas de honor, desaparece el féretro en la fosa y se retira en su uniforme azul inmaculado la Guardia de honor. Quedan rezagados compañeros, familiares y amigos. Difícil saber qué y cómo piensan de esa guerra lejana. Con las estadísticas en la mano es más que probable que una mayoría de los asistentes opine que aquella guerra de Irak fue un error, que la posguerra ha sido una absoluta calamidad y que los soldados deberían volver cuanto antes y dejar a los iraquíes a su suerte. Es probable. Lo que también es seguro es que quien más siente en este momento la tragedia de la guerra es la señora de mediana edad que junto a la tumba abierta, inmóvil, abraza la bandera que arropaba el ataúd y que dos soldados le han entregado tras doblarla según el rito. No suele ser razonable sacar conclusiones de situaciones anecdóticas como la descrita. Todas las tragedias son distintas por mucho que las iguale la muerte, el dolor por la pérdida irreparable. Sin embargo, es mucho lo que los europeos y especialmente los españoles podríamos añorar de este culto al sacrificio que se escenifica por aquellos que han muerto en acto de servicio. Un abismo separa la solemnidad que une a la pobre negra y a la madre del caído de otra anécdota con otro muerto, éste un soldado español, muerto en acto de servicio en El Líbano. Cuentan las crónicas del funeral por seis soldados que el presidente del Gobierno español, José Luís Rodríguez Zapatero, se acercó a hablar con las familias. En un momento dado se acercó al padre de una de las víctimas y le expresó su condolencia en los siguientes términos: "Una pena. Seguro que había ido al Líbano a comprarse un coche. ¿No?" "Respeto, entiendan", pedía la vieja negra de Arlington para aquellos que a lo largo de la historia corta de los Estados Unidos de América habían muerto sirviendo a su patria. Honor, respeto y sentido de la trascendencia del sacrificio y de la vida, pedía para sus queridos muertos aquella mujer sencilla con su raído uniforme de guarda. El presidente del Gobierno de España, de una de las naciones con más larga historia del mundo, no encontraba en cambio otra forma de acercarse al padre del militar caído que buscar un circunloquio para llamar mercenario al hijo.[...] Lee el extraordinario artículo completo de Hermann Tertsch en ABC

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