En abril del 2003, las madres, esposas, hijas y hermanas de Los 75 se unieron para reclamar justicia para sus familiares. Son las Damas de Blanco. Después de cuatro años de lucha, estas mujeres no han cesado en su empeño, con el mismo coraje y humildad con el que comenzaron. Laura Pollán es una de ellas, una de tantas. Su marido, Héctor Maseda Gutiérrez, de 62 años, ingeniero electrónico, con un posgrado especial en física nuclear y un notable currículum, fue condenado a veinte años de cárcel, sin razón aparente. La historia de Héctor Maseda no es la de un anticastrista recalcitrante. Más bien el régimen, al que apoyó en sus comienzos, fue arrinconándole contra las cuerdas, poniendo a prueba su intachable honestidad. De esa manera, cayó en desgracia y fue hostigado laboralmente, como casi todos los cubanos, y empujado a la disidencia por integridad moral.
Laura acude a la iglesia de Santa Rita a seguir protestando y recibe en su casa al resto de las Damas de Blanco y a los cubanos de bien que acuden a ayudarla o a apoyarla, aunque sea con una charla. Como hizo Timmy (cuyo nombre no aparece por no perjudicar a terceras personas), un cubano de a pié, que escribió las siguientes reflexiones después de visitar a Laura en la primavera del 2007.
Las Damas de Blanco, por Timmy
-¿Y tú quién eres?- Fue la primera pregunta que me hicieron. ¿Quién soy? No soy nadie. Solo otro cubano cobarde. Saludé tontamente y como un autómata. ¿Qué les podía decir? No les llevaba nada, me miraban queriendo adivinar si yo llevaba alguna noticia, si les traía alguna esperanza aunque fuese mentira. Pero no. Yo solo tenía vergüenza, por no hacer nada, por no querer hacer nada. No sabía el nombre de ninguna, no reconocía las caras. Solo traía mi propio miedo de ver un día sentadas, a mi madre, a mi esposa, a mi hermana, a mis tres hijas esperando algo y que llegara un idiota sin palabras de consuelo, sin nada que dar, solo desconcierto.
-¿Tú eres cubano? Y el sí recibido con desilusión.
¿Por qué la pregunta, por qué la desilusión? Es fácil, porque lo único barato en Cuba son los cubanos. Porque los cubanos somos más fáciles de clasificar. Algunos usan una voz autoritaria que piden prestada para amedrentar mujeres. Otros son buitres que ven el dolor con ánimo morboso, buscan una anécdota para contar en las colas. Hay más categorías. Yo soy de los cobardes, de los que en cuatro años no hizo nada, ni siquiera ir un día a hacer el tonto. Los que llevan porras son malvados, el resto son inútiles. Por eso la pregunta es ineludible, allí y en todas partes.
Había dos extranjeros, corresponsales de alguna revista extranjera de "interés general". Recibí sus preguntas con hostilidad: ¿Desde cuándo conoces a las Damas de Blanco?, ¿Por qué viniste a visitarlas?... ¡Dios santo! Soy cubano nada más, parezco imbécil (y lo soy) pero vivo en Cuba, no soy sordo. Tú vienes de un mundo en que la gente come y se viste según su gusto, y no corres ningún riesgo de ser encerrado por escribir sobre las Damas de Blanco. Si acaso, te mandarán a casa y serás una celebridad de un día cuando cuentes con cuanta delicadeza te trataron los que te subieron al avión. Por eso mi contrapregunta: ¿Son de alguna revista deportiva? Para arrepentirme enseguida: no están allí por mí, nada sé de ellos y aunque sea sólo el morbo lo que los guía, tengo incluso que agradecerles: por la razón que sea, al menos estaban. Y ellos son inocentes, su vida es tan miserable como la de otro cualquiera, y son importantes solo para su hija o su madre o su esposa, indefensas e incapaces de cuidarlos. Solo los protege un frágil mandamiento de los gobiernos «No dañarás al vasallo de otro». Y su propio gobierno, por torpe y que repugnante que pueda verse, suscribe el mandamiento: «Cuidarás de tus vasallos». A diferencia del ¿nuestro? que sigue una variante distinta y más simple: «Harás daño».
Yo puedo, aunque soy un cubano cobarde, hablar de gobiernos, de alternativas. Pero Las Damas de Blanco no. Tienen más motivos, acumulan más sufrimiento, pero son cubanas y como tales, no tienen preferencias, no tienen gustos. Hay cubanos que sí, por ejemplo Fidel, quien atacó un cuartel del ejército y llevó a la muerte a más de 200 personas, en la cárcel comía jamón con membrillo y presumía de gourmet. Robaina vestía ropa negra porque le gustaba. Los cubanos comen y se visten lo que se encuentran por ahí, sólo Dios sabe como las Damas de Blanco consiguen ser las Damas de Blanco, porque gusto, no, no lo creo. Y la ropa trae una mordaza. No pueden hablar de gobiernos, de política, de otros cubanos. No pueden hablar del bien y del mal. Solo pueden llorar, solo pueden pedir que vuelvan a sus vidas los seres queridos. Les está vedado hablar de cambios, el régimen que encierra hijos, esposos, hermanos y padres no se siente lo bastante fuerte para ser cuestionado: la única ceremonia que admite es
Pero no esperaba encontrar tantas miradas, ser un foco de atención, desilusionar a tanta gente de golpe. No esperaba ni quería escuchar conversaciones fragmentarias, «…hace dos meses...», «…trasladar…», «…la visita…», sentirme como el elefante en la cristalería.
Y allí estaba yo, sentado junto a Laura, en parte por una confusión de palabras, en parte por incapacidad para simplemente largarme, balbuceando tonterías, mirando preguntas en sus ojos, haciendo y recibiendo frases hechas. Laura tenía prisa, necesitaba unirse a las demás y hablar con otros, que le llevasen esperanzas, no conmigo. Yo era un bicho raro, quizás un provocador, y en el supuesto de que dijese la verdad, ¿qué verdad era esa? ¿Qué compartía su dolor? Mentira. Yo sólo era un cubano despistado, que dejaría preguntas y comentarios. -«¿A que vino este?»-; -«¿Tenía que venir hoy?»-; -«A mi me pareció de la seguridad»-. Ojalá alguna diga, aunque sea sin convicción, por mera manía de polemizar: -«A mí me pareció sincero»-
Mi papel fue fácil: soy el cubano imbécil y cobarde que crea ruido por nada. Es un papel secundario, intrascendente, con pocos bocadillos. Cualquiera puede hacerlo. Yo lloré, pero no es imprescindible. Mis lágrimas no eran falsas, pero eran por mí, me sentía avergonzado, ridículo y culpable. Eran solo un signo de que me quiero mucho. Y tenía rabia, mucha rabia, por eso, porque mis culpas son mías, pero no dejaba de pensar en los carceleros y porque una de mis hijas dice que yo no sé llorar, nunca lo ha visto. Y ahí estaba yo, normalmente un comemierda presuntuoso, con ¡lágrimas! En una habitación extraña, rodeado de perfectos desconocidos, sin ningún motivo creíble para ello. Y enfrente, nada que golpear, solo una mujer de sonrisa apurada, llena de urgencias, para quien yo era solo un estorbo.
¿Qué más queda por decir? ¿Pedirles perdón por entrometerme? No vale la pena, sería un nuevo entromentimiento, un reclamo de atención absurdo. Y yo, en realidad, no necesito ni merezco que me perdonen, que me griten y me vituperen sería más lógico, pero no lo harán. Pero algo he logrado. Le prometí a Laura volver y puesto que no se negó, le tomaré la palabra para que le cuente a mi hija, un suceso baladí, con muy poco sentido. No sé si me comprenderá. Pero espero que ustedes sí, ustedes que fueron encerrados por cosas pequeñas y apenas importantes: solo una decisión a la vez, un día tras otro.
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