Por Pedro Arias Veira en La Voz de Galicia
HACE no mucho tiempo que el gallego estaba marginado, pero era la lengua social vehicular. La mayoría del pueblo la usaba con naturalidad, a lo que se sumaba una creciente y activa minoría que hacía de las libertades lingüísticas parte de su lucha por las libertades civiles. Después llegó la democracia, la amnistía, la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Cada cual que ejerciera su derecho a expresarse en la lengua que le diera
El gallego perdió dulzura, sonoridad y prestigio emancipador; ya no era una lengua de libertad. Hablado por los nuevos señores del significado y el decreto, se revistió de aspereza, artificiosidad y exceso de imperativos. Eso sí, ganó subvenciones y prebendas, presencia educativa y homologación en toda la galaxia oficial. Al tiempo que perdía relieve popular, atractivo para los jóvenes y el vaciado de sus adeptos como carrera superior.
Pero la Xunta de Galicia cree que puede luchar contra la libertad de elegir medio de expresión y aprieta los grilletes mentales de los indefensos escolares. La oposición, con hipotecas heredadas, acepta las amplias cuotas mínimas del cincuenta por ciento -extensible según correlación de fuerzas- con la esperanza de que la garantía de iniciación en el idioma materno atenúe la determinación intervencionista en el poder. Un acuerdo para olvidar.
Seguiremos en el ridículo de niños que aprenden ciencias y sociales en gallego y que ya a la salida del aula se pasan al castellano para comentar House, Rebelde Way o sus rollitos particulares en jerga extraoficial. Y con la hipocresía de dirigentes, sean nacionalistas o social-progresistas, que envían a sus hijos a colegios privados de élite, con fuerte contenido en cotizadas lenguas extranjeras. Diglosia oficial, educación para listos y para parvos, para bien equipados y para condenados al trabajo infravalorado por carencia de preparación. Y mucho pasotismo estudiantil.
Todo es posible en escuelas sin libertad de enseñar y con padres sin libertad de elegir. A nadie se le controla el rendimiento efectivo de su enseñanza -ni en gallego, ni en castellano, ni en esperanto-; no sabemos si nuestros hijos están recibiendo buena, mala o mediocre educación. Aunque lo sospechamos; pero callamos, porque si no es peor. Sólo conocemos las notas que otorga el mismo agente de producción educativa impuesta. Nadie evalúa a los estudiantes ni a los evaluadores. La educación es una franquicia oficial, una torre de marfil reglamentada; y en el futuro quizás también una pesadilla y un foro de disputas interminables. Hasta el próximo movimiento pendular.
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