Jeff Jacoby en Libertad Digital
¿Los turcos otomanos cometieron genocidio contra los armenios en 1915?
Hay que tener cuidado a la hora de responder, porque en algunos sitios puede usted ser arrestado si da la respuesta equivocada. Bajo el Artículo 305 del Código Penal turco, por ejemplo, aquellos que promueven el reconocimiento del "genocidio armenio" son objeto de procesamiento, al tiempo que el Artículo 301 hace de la denigración del "carácter turco" un crimen punible con hasta tres años de prisión. El novelista turco Orhan Pamuk, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2006, se encuentra entre aquellos que han sido procesados según el Artículo 301. Su ofensa fue decir a un entrevistador suizo que "30.000 kurdos y un millón de armenios fueron asesinados en estas tierras, y nadie aparte de mí se atreve a hablar de ello".
Pero si reconocer la existencia del genocidio armenio es un delito en Turquía, negarla podría ser en breve un delito en Francia. Hace unos días, la Asamblea Nacional Francesa votó a favor de aprobar una ley bajo la cual cualquiera que niegue el genocidio de 1915 podría ser condenado a un año de prisión y una multa de 45.000 euros (56.000 dólares). Esto es equivalente con la pena por revisionismo del holocausto nazi bajo el derecho francés.
La legislación francesa pretende defender la verdad –el genocidio armenio, al igual que el holocausto, es un hecho histórico–, del mismo modo que el objetivo de la ley turca es minarla. Ambas, sin embargo, son asaltos intolerables contra la libertad. Las creencias no deberían ser criminalizadas, sin importar lo repugnantes o absurdas que sean. Como escribí cuando David Irving fue condenado por revisionismo del holocausto en Francia a principios de este año, las sociedades libres no meten a la gente en la cárcel por ofrecer discursos ofensivos o vomitar mentiras históricas.
Nosotros los americanos deberíamos saberlo mejor que nadie. El derecho a expresar la opinión de uno se supone que es un artículo clave de nuestra fe cívica. Pero también aquí los aspirantes a censores funcionan a pleno rendimiento.
En la Universidad de Columbia, hace un par de semanas, se iba a presentar en un foro sobre inmigración un discurso de Jim Gilchrist, de los Minutemen, un grupo que vigila la frontera entre Estados Unidos y México en busca de inmigrantes ilegales. Pero poco después de que Gilchrist empezase a hablar, manifestantes encabezados por miembros de la Organización Internacional Socialista irrumpieron en el escenario, volcaron mesas, desplegaron banderas y profirieron insultos. Tras quince minutos de pandemonio, la policía del campus clausuró el acto.
En Seattle, dos profesores están demandando a la concurrida escuela preparatoria Lakeside por discriminación racial ilegal y creación de un entorno de trabajo hostil. "Entre las quejas de los demandantes", informa el Seattle Post-Intelligencer, "se encuentra la invitación de Lakeside al comentarista conservador Dinesh D'Souza para que hable como parte de una distinguida serie de conferencias". Pero D'Souza, miembro del Instituto Hoover de Stanford y veterano de la administración Reagan, nunca dio la conferencia: miembros del claustro opuestos a sus opiniones se rasgaron las vestiduras cuando supieron de la invitación, y el director del centro, cediendo a los censores, rescindió la invitación.
Preguntado por la campaña en su contra, D'Souza había dicho: "Yo vengo a hablar en un día. Si piensan que lo que estoy diciendo es tan horrible, tienen el resto del año para refutarlo". Pero eso no es suficiente para los enemigos de la libertad de expresión. No solamente insisten en que los oradores con opiniones políticamente incorrectas sean censurados, sino también en que cualquiera que les ofrezca un sitio donde hablar sea castigado.
Después está Grist, un webzine ecologista cuyo redactor jefe David Roberts proponía recientemente que los escépticos del calentamiento global fueran juzgados como criminales de guerra nazis.
"Cuando por fin nos pongamos serios con el calentamiento global deberíamos celebrar juicios por crímenes de guerra contra esos bastardos; una especie de Nuremberg del clima", dijo Roberts. La publicidad negativa le llevó a retractarse, pero no es ni por asomo el único en invocar el holocausto como modo de silenciar a los herejes del calentamiento global.
El escritor ecologista Mark Lynas, por ejemplo, coloca la disidencia en materia del cambio climático "en una categoría moral similar a la negación del holocausto, quitando que en este caso el holocausto aún está por llegar y tenemos tiempo para evitarlo. Aquellos que intentan que no lo hagamos tendrán que responder algún día por sus crímenes". Esta visión totalitaria está echando raíces por todas partes, convirtiendo el escepticismo en materia del cambio climático en un tabú y condenando a cualquiera lo suficientemente atrevido como para cuestionar el dogma del calentamiento global al ridículo y a la demonización. El ex vicepresidente Al Gore ataca vehementemente a "los negacionistas del calentamiento global", algunos de los cuales son científicos eminentes, equiparándolos con "el 15% de la población [que] está segura de que el aterrizaje en la luna fue en realidad escenificado en un plató de Arizona" y aquellos que "creen aún que la Tierra es plana".
Los censores están trabajando en el mercado de ideas, utilizando todos los medios a su alcance para apagar las opiniones que no les gustan. El deseo de censurar es tan poderoso como siempre. Ojalá los defensores de la libertad estuvieran igualmente movilizados.
Jeff Jacoby, columnista del Boston Globe. Sus artículos pueden consultarse en su página web.
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