El mito del cristianismo censor

Por JUAN MANUEL DE PRADA en ABC

LEO en estos días un libro que fervorosamente les recomiendo, recién publicado en España por Ediciones Cristiandad bajo el título de “Filología e historia de los textos cristianos”. Su autor, Giovanni Maria Vian, con quien compartí semanas inolvidables en el último abril romano, traza la vertiginosa historia de los textos cristianos, desde sus orígenes a nuestra época; lo hace, además, con una vocación de amenidad que no se riñe con la erudición y permite al lector pasearse por sus páginas como si estuviera presenciando episodios de una fulgurante epopeya. Y como epopeya, en verdad, debe calificarse el esfuerzo de tantos hombres sabios que, alumbrados por el quod divinum horaciano, acometieron la empresa de fijar por escrito las enseñanzas del Mesías; empresa que, a la postre, amén de fundar una colección de libros de Dios -bibliotheca divina-, salvaría la cultura occidental. Frente al furor biblioclasta de otras religiones, que apenas hubieron alcanzado cierto grado de hegemonía se dedicaron a destruir el patrimonio que las precedía, el cristianismo nació con el muy diverso propósito de resguardar, asimilar y enriquecer el pensamiento y la literatura grecolatinos, pese a proceder de una cultura «enemiga» que lo había perseguido con ferocidad. ¿Por qué el cristianismo, en lugar de arrasar ese legado, se encargó de su protección y estudio? El libro de Vian, al dilucidar este enigma, explica la genealogía misma de la cultura occidental (que es tanto como decir cristiana), preservada por la fe en la Palabra que ha caracterizado a los discípulos de Jesús.
Esta misión providencial del cristianismo ya se nos anticipa en el prólogo del Evangelio de Juan, donde se identifica a Jesús con el logos, término que generalmente se ha traducido como Verbo, pero que alude a un ser divino preexistente, creador del mundo, que sin embargo se hace carne y acampa entre nosotros. La identificación de ese Dios cristiano con el logos establece, ya desde sus inicios, la especial vinculación del cristianismo con la palabra. Saulo de Tarso, que con el renovado nombre de Pablo se convertiría en el gran propagandista de la religión naciente, sentó con su predicación a los gentiles [paganos] los cimientos de esta fecunda epopeya de difusión cultural. San Pablo escribió además en griego una serie de epístolas que formarían el primer corpus textual cristiano. Sus seguidores, imitando este ejemplo de ecumenismo, adoptarían como propia la llamada Biblia de los Setenta; de este modo, al releer la ley mosaica en la lengua de Platón, el cristianismo multiplicó ad infinitum sus posibilidades de influencia cultural.
El siguiente paso en este prodigioso proceso de salvamento cultural consistiría en injertar las ramas de la cultura pagana en el tronco cristiano. San Justino aseguró que las semillas del logos (el Verbo cristiano) eran innatas al género humano y, por lo tanto, ya habían alumbrado con sus destellos a los filósofos y poetas paganos. Una vez integrada en el patrimonio cultural cristiano, la teoría de Justino decretaría la absolución de unos textos que, de lo contrario, habrían corrido una suerte aciaga y propiciaría, por ejemplo, que la cuarta égloga de Virgilio fuese leída como un anuncio de la llegada del Mesías. Muchos siglos después, Dante elegiría a Virgilio como guía en su viaje de ultratumba, completando de este modo la «canonización» del paganismo.
La vivacidad cultural de las comunidades cristianas, entre las que circulaban y se traducían los códices con rapidez, sería favorecida por la actividad de Orígenes, quien fundó en Cesarea una biblioteca que competía con las famosas y nutridas de la Antigüedad y en la que se alternaban los textos cristianos y paganos; biblioteca que, por desgracia, sería vituperada y quemada por los invasores árabes en 638. El gran heredero espiritual de aquella biblioteca de Cesarea fue San Jerónimo, símbolo por excelencia de la síntesis entre el amor a las letras y el deseo de Dios. En una de sus cartas, al defenderse de quienes lo acusan de citar a autores profanos en sus obras, Jerónimo nos recuerda que el apóstol Pablo también incorporó en sus epístolas a diversos poetas griegos. Jerónimo nos demuestra que los autores cristianos estaban ya en condiciones de enfrentarse de igual a igual con un universo cultural ajeno a la Iglesia cristiana, pero del que ésta no podía (ni quería) prescindir, si en verdad deseaba asumir un destino cultural imperecedero. A esta decisiva mediación cultural añadirá Jerónimo la titánica empresa de una traducción al latín de la Biblia, llamada desde el siglo XVI Vulgata, que acabará por erigirse en el texto canónico de todo Occidente.
San Jerónimo, por cierto, tuvo ocasión de conocer una nueva forma de vida cristiana venida de Oriente. Nos estamos refiriendo, claro está, al monaquismo, uno de los fenómenos más importantes, duraderos y característicos del cristianismo desde comienzos del siglo IV. La opción monástica, que se configuró como un intento radical de imitatio Christi, fue también la principal vía de conservación y propagación de la palabra escrita. Quizá el más hermoso y perdurable emblema de la significación del cristianismo como argamasa que favoreció la transmisión de la cultura nos lo brinde aquel famoso pasaje de las Confesiones donde San Agustín nos narra, con estupefacta y reverencial perplejidad, el efecto que le causó descubrir que su mentor, San Ambrosio, era capaz de leer en silencio, sin bisbisear ni mover los labios, algo completamente insólito en la Antigüedad. La figura titánica de San Agustín (quien, antes de su conversión, había sido maestro de retórica) revela, por cierto, un espíritu curioso, capaz de acoger la cultura clásica con generosidad, pero también de juzgarla y superarla, inventando ideas y formas de las que se nutrirían los cristianos venideros.
De nuestro San Isidoro, autor de unas Etymologiae que sintetizan y ordenan todo el saber antiguo, rescata Vian unos versos que condensan el espíritu de coexistencia pacífica del cristianismo y la cultura clásica: «He aquí muchos escritos sagrados, he aquí muchos escritos profanos. De ellos, si amas la poesía, toma, lee. Verás prados llenos de espinas y muchas flores. Si no quieres las espinas, coge las rosas». Si el cristianismo no se hubiera preocupado de cuidar ese prado florido, hoy contemplaríamos un yermo invadido por la niebla. Esta misión providencial se hará todavía más patente en los siglos posteriores, injustamente tachados de oscuros. En los scriptoria de los monasterios medievales («alegres fábricas del saber», en luminosa acuñación de Umberto Eco), miles de monjes amanuenses se quemarían las pestañas para transcribir un legado que, a la postre, vencería las asechanzas del fuego y la vesania de los hombres. Luego, los humanistas del Renacimiento recogerían esa gran herencia medieval, propiciando un nuevo e inagotable diálogo con la Antigüedad pagana.
Giovanni Maria Vian nos ofrece una historia cultural del cristianismo, concebido como biblioteca divina -«libros que se buscaron y se encontraron, se leyeron y se tradujeron, se copiaron y se transmitieron»- que ampara, estimula y enriquece la incesante biblioteca humana. El invento de Gutenberg aguardaba, fragante de tinta fresca, el momento de multiplicar aquel inabarcable legado que el cristianismo había librado de la incuria o la mera disgregación en el olvido. La luz del Verbo había alumbrado la singladura de las palabras a través de océanos procelosos y arrecifes de sombra, hasta dejarlas, quince siglos después, en la orilla segura y benéfica de la imprenta. Nuestra genealogía cultural no se puede explicar (ni siquiera se puede concebir) sin esta epopeya emocionante; una epopeya que algunos falsificadores con mando en plaza pretenden negar y -lo que aún resulta más oprobioso- hurtar a nuestros hijos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿ABC de Zarzalejos? No, gracias. ¡Nunca mais!