¿Hacia la policía de prensa? (Editorial ABC)

LA definición del Estado español como democrático y de Derecho no es una rúbrica formularia de la Constitución de 1978, ni una mera tarjeta de identificación del régimen político, sino un mandato ineludible para los poderes públicos en su relación con las libertades y los derechos de los ciudadanos. Lo que caracteriza a un Estado así configurado es la prioridad absoluta del estatuto constitucional del ciudadano, formado por garantías y valores que han sobrevivido a toda suerte de totalitarismos para culminar en la democracia liberal, que transfiere al consentimiento de los ciudadanos la legitimación del poder. Y un Estado es de Derecho cuando el imperio de la ley no conoce excepciones a su vigencia y es aplicado por tribunales independientes e imparciales. La Constitución refleja este modelo de relación entre el Estado y los ciudadanos y pone en manos de los jueces la protección de sus derechos fundamentales y las libertades públicas.


Si alguno de estos derechos sintetiza todos los principios de la democracia como sistema político y de valores es el de la libertad de información, condición «sine qua non» para la existencia de la opinión pública y de una sociedad informada y capaz de controlar el ejercicio del poder político. La Constitución, en su artículo 20, ya regula el ejercicio de la libertad de información con tres condiciones: la exigencia de la veracidad informativa, la interdicción de la censura previa y el derecho a la objeción de conciencia y el secreto profesional. Y añade que esa libertad tiene «su límite en el respeto» a los derechos fundamentales, «especialmente en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia». Por tanto, la libertad de información sólo cede ante otros derechos del mismo rango cuando ha incumplido el deber de veracidad o los agrede innecesariamente. Está claro, pues, que no ampara ni el insulto ni la descalificación injuriosa. Al tratarse de un conflicto entre valores constitucionales, tal juicio sólo puede ser resuelto por un tribunal. No en vano, es amplia la jurisprudencia nacional e internacional sobre la relación entre información, veracidad y derechos de la persona.

Lo que no tiene justificación en este difícil y tenso equilibrio entre libertades y derechos constitucionales es la irrupción intervencionista y restrictiva de las administraciones públicas, con pretensiones preventivas y, en su caso, coactivas sobre los medios de comunicación, convertidos en justiciables de una policía de prensa al albur de lo que, según convenga, haya de entenderse por «información veraz». Esta legislatura socialista está avanzando en la consolidación de un sistema restrictivo de la libertad de información, muy lejos de aquellas benéficas promesas del presidente del Gobierno de que, al término de su mandato, habría más pluralidad y más libertad informativas.

La reciente aprobación de la ley Audiovisual de Cataluña (mientras en Andalucía se prepara un reglamento en términos similares) y la continuidad del procedimiento parlamentario de la proposición de ley del Estatuto del Periodista articulan un nuevo ordenamiento jurídico amenazante para la libertad de información, basado en el apoderamiento de competencias jurisdiccionales por parte de organismos políticos -el Consejo Audiovisual catalán o el posible Consejo Estatal de la Información- que se atribuyen la valoración no de las infracciones objetivas a la lex artis del periodista o a condiciones administrativas comprometidas por las empresas editoras, sino del contenido de sus informaciones para decidir si son o no veraces.

El ansia intervencionista llega también a otros ámbitos -como la concesión del carné de periodista-, pero es éste, el del juicio a la veracidad, el más grave intento de alterar el orden constitucional de la libertad informativa, pues supone tanto como habilitar a los poderes públicos para ser jueces y parte en un proceso sin garantías. No se hizo la Constitución para que quienes, como en toda democracia, deben someterse al escrutinio de los medios de comunicación -es decir, quienes ejercen el poder- tengan la potestad discrecional de perseguir y sancionar a aquéllos que cumplen la tarea de formar la opinión pública.

No se trata de convertir a los periodistas en una casta privilegiada frente al imperio de la ley, ni a los medios en un ámbito exento, sino de mantener en la competencia de los tribunales la decisión sobre cuándo una información es o no veraz. Y de que cada cual, periodista o político, siga cumpliendo el papel que le asigna una sociedad democrática como la española.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Jurados de Etica Periodistica

Anónimo dijo...

Carmen Aniorte informa en ABC sobre el aniversario del asesinato del almirante don Luis Carrero Blanco.

Anónimo dijo...

¿Rivalidad entre Manuel Fraga Iribarne y el almirante Don Luis Carrero Blanco (q.e.p.d.)

Anónimo dijo...

¿"Mikel" significa "Miguel"?

Anónimo dijo...

Doña Cecilia Bartolomé, gran directora de cine