[...] Si yo fuera musulmán –cosa imposible, porque me gustan el vino, los escotes de señora, el jamón de pata negra y blasfemar cuando me cabreo– pediría eso y más. Como acaba de hacer, por ejemplo, la federación de asociaciones islámicas, exigiendo que la Iglesia católica devuelva el patrimonio musulmán; o los descendientes de moriscos –échenle huevos y háganme un censo–, obtener la nacionalidad española. En un mahometano que se tome a sí mismo en serio, o le convenga parecer que se toma, todo eso sería normal, pues los deseos son libres. El problema no está en los que piden, que están en su derecho, sino en los que dan. O en la manera de dar. O en la manera cobarde, acomplejada, en la que cualquiera que tenga algo público que sostener en España se muestra siempre dispuesto a dar, o a regalar, con tal de que no le pongan la temida etiqueta maléfica: reaccionario, conservador o antiguo. En un país tan gilipollas que hasta los niños de las escuelas tendrán una asignatura que los adiestre para el talante y la negociación, donde en boca del presidente del Gobierno un terrorista asesino que desea salir del talego es un hombre de paz, donde hasta un tertuliano de radio puede decir, sin que nadie entre sus colegas lo llame imbécil, que a los españoles les sobra testosterona y ya va siendo hora de reivindicar la cobardía, lo absurdo sería no ponerse a la cola y pedir por esa boca pecadora. Faltaría más. La mezquita de Córdoba, o el acueducto de Segovia por parte del alcalde de Roma. Y si cuela, cuela.
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