A menudo encontramos en la prensa referencias a los estados árabes «moderados» como réplica de aquellos otros estados o grupos «islamistas», «yihadistas», «salafistas»... cuya interpretación del Islam les lleva a defender una absoluta y total incompatibilidad con los valores occidentales, pues una relación normal con nosotros les abocaría, en su particular interpretación de la realidad, a contaminar su religión y a entrar en decadencia. Sin embargo, cuando nos acercamos a esos estados árabes «moderados» descubrimos que ni son tan «moderados» ni se sienten tan compatibles con Occidente. Más aún, en ocasiones hallamos que el origen del problema, de la amenaza islamista, reside en estos supuestos estados amigos.
Arabia Saudí es el país más comprometido con la difusión del credo islamista, es una interpretación fundamentalista incompatible con la democracia y con los valores liberales, que defiende dictaduras regidas por la Ley Islámica y la segregación de la mujer. Los ingentes beneficios petrolíferos les han permitido financiar organizaciones benéficas, escuelas y mezquitas en todo el mundo, desde Indonesia hasta San Francisco. Algo que sólo podía merecer nuestro respeto y admiración, si no fuera porque todas esas instituciones están al servicio de una interpretación antioccidental y antidemocrática de su propia religión.
Los saudíes son corresponsables del desarrollo de movimientos político-culturales de carácter originalmente pacífico, que pusieron las bases para el terrorismo yihadista de nuestros días. Un islamista, un musulmán fundamentalista, no tiene por qué ser terrorista, pero todo terrorista yihadista es islamista. Una cosa lleva a la otra ¡Cómo puede sorprendernos la presencia de sauditas en formaciones terroristas con la educación que han recibido!
Atentados como los ocurridos el 11-S en Nueva York y Washington, el 11-M en Madrid o el 7-J en Londres han llevado a europeos y norteamericanos a asumir que tenemos un grave problema terrorista ante nosotros. Los otros muchos atentados ocurridos en Turquía, Israel o en capitales árabes venían siendo catalogados erróneamente en otro apartado, el de problemas específicos de esas áreas geográficas. Sin embargo, el terrorismo no es propiamente una amenaza, sino sólo una forma particularmente repugnante de utilizar la fuerza. El problema real, la amenaza está en la ideología que establece las bases teóricas para que algunos den el último paso y hagan uso de la violencia indiscriminada. El terrorismo jihadista es una forma de acción política del islamismo.
Pero el islamismo no sólo está en la base del rechazo a la democracia en el Islam y en el terrorismo jihadista, supone además el mayor obstáculo para la integración de millones de musulmanes en Europa. Es evidente que un emigrante procedente de un estado árabe llega a Europa con valores que chocan con los europeos, o con la falta de ellos en el Viejo Continente. Pero ese obstáculo se convierte en insalvable cuando desde la mezquita en París, Málaga o Rotterdam se le incita a rechazar los valores del Estado que le ha acogido, por corruptos y contrarios al Islam, y a confiar en la evolución demográfica y los mecanismos democráticos para imponer finalmente un doble sistema jurídico.
Arabia Saudí no es parte de la solución, sino parte del problema. Con amigos así, ¿qué necesidad tenemos de enemigos?
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